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Bartolomé Esteban Murillo

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Aprovechando que en breve empezamos en Sevilla a celebrar el «Año Murillo» hoy queremos hablaros de la vida y obras de este maravilloso y destacado autor sevillano.

Su vida

Bartolomé nació en 1617, siendo el menor de una familia de catorce hermanos. Su padre, Gaspar Esteban, era un acomodado barbero, cirujano y sangrador al que en ocasiones se daba tratamiento de bachiller. Su madre, María Pérez Murillo, procedía de una familia de plateros y contaba entre sus parientes cercanos con del pintor Antón Pérez, casado con la hermana de María. Por ello, se puede decir que Bartolomé nació en el seno de una familia más o menos acomodada.

Sin embargo, a los 9 años, y en el corto plazo de 6 meses, quedó huérfano de padre y madre. Una de sus hermanas mayores ya casada, Ana, se hizo cargo de él junto a su esposo Juan Agustín de Lagares, quien también ejercía la labor de barbero cirujano como el padre de Murillo.

Ana fue quien le permitió frecuentar el taller del pintor Juan del Castillo, casado con la hija de Antón Pérez, cuñado de la madre de Murillo.

Contamos con poca información documentada de los primeros años de vida de Murillo y de su formación como pintor. Se sabe que, en 1633, con quince años, solicitó licencia para pasar a América con algunos familiares. Por esos años o algo antes debió de haber iniciado ya su formación artística.

Aunque no existen documentos que lo corrobore, es muy probable que la vida del artista siguiera los pasos que siguió según Antonio Palomino, pintor y tratadista del S.XVII:

Se formó en el taller de Juan del Castillo, pariente de su madre y pintor discreto caracterizado por la sequedad del dibujo y la amable expresividad de sus rostros. La influencia de Castillo se advierte con claridad en las que probablemente sean las más tempranas de las obras conservadas de Murillo, cuyas fechas de ejecución podrían corresponder entre 1638 y 1640: La Virgen entregando el rosario a Santo Domingo (Sevilla, Palacio arzobispal y antigua colección del conde de Toreno) y La Virgen con fray Lauterio, San Francisco de Asís y Santo Tomás de Aquino (Cambridge, Fitzwilliam Museum), de dibujo seco y alegre colorido.

Poco después, no se sabe a ciencia cierta por qué fecha, pero Murillo dejó el taller de su maestro para marchar a Madrid, donde fue bien acogido por Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, otro artista sevillano de renombre conocido mundialmente por Diego Velázquez a secas. Gracias a la ayuda de su paisano, Murillo pudo apreciar las obras de arte de Palacio.

Otros biógrafos como Sandrart, le atribuyen un viaje a Italia, donde supuestamente se crecería como artista. Pero Antonio Palomino, que conoció al artista en persona y se codeó entre numerosos pintores de la época, lo desmintió. Según Antonio Palomino, todos esos años en los que se le perdió la pista a Murillo, éste los aprovechó para aprender el estilo que se manifiesta en sus primeras obras importantes, como son las citadas pinturas del claustro chico del convento de San Francisco, sin salir de Sevilla. Simplemente observando el trabajo de artistas de la generación anterior como Zurbarán y Francisco de Herrera el Viejo.

La Cocina De Los Angeles

En 1630 trabajaba ya como pintor independiente en Sevilla y en 1645 recibió su primer encargo importante: una serie de lienzos destinados al claustro de San Francisco el Grande, una serie compuesta de trece cuadros que incluyen La cocina de los ángeles, la obra más celebrada del conjunto por la minuciosidad y el realismo con que están tratados los objetos cotidianos. Esta obra se encuentra el Museo del Louvre de París.

El éxito de esta realización le aseguró trabajo y prestigio, de modo que vivió desahogadamente y pudo mantener sin dificultades a los nueve hijos que le dio Beatriz Cabrera, con quien contrajo matrimonio en 1645.

Después de pintar dos grandes lienzos para la Catedral de Sevilla, empezó a especializarse en los dos temas iconográficos que mejor caracterizan su personalidad artística: la Virgen con el Niño y la Inmaculada Concepción, de los que realizó multitud de versiones, hasta 24. Sus vírgenes son siempre mujeres jóvenes y dulces, inspiradas seguramente en sevillanas conocidas del artista.

Tras una estancia en Madrid entre 1658 y 1660, en este último año intervino en la fundación de la Academia de Pintura, cuya dirección compartió con Herrera el Mozo. En esa época de máxima actividad recibió los importantísimos encargos del retablo del monasterio de San Agustín y, sobre todo, los cuadros para Santa María la Blanca, concluidos en 1665. Posteriormente trabajó para los capuchinos de Sevilla con su cuadro Santo Tomás de Villanueva repartiendo limosna; y para el Hospital de la Caridad con una serie de cuadros sobre las obras de misericordia.

Un nuevo ciclo de malas cosechas llevó a la hambruna de 1678 y dos años después un terremoto causó serios daños. Los recursos de la iglesia se dedicaron a la caridad, aplazando el embellecimiento de los templos por lo que el trabajo litúrgico de Murillo decreció. Aun así, con la ayuda de sus viejo amigos, pudo seguir recibiendo encargos, aunque de menor envergadura.

En 1682, trabajando en un encargo para el altar mayor de los capuchinos de Cádiz, sufrió una caída de un andamio. Ésta le provocó una hernia que se negó a tratarse y, finalmente, le produjo la muerte el 3 de abril de 1682.

El trabajo fue culminado por uno de sus numerosos discípulos, Francisco Meneses Osorio, y el lienzo, Los desposorios místicos de santa Catalina, se encuentra actualmente en el Museo de Cádiz.

Sus restos fueron enterrados en la Iglesia de Santa Cruz de Sevilla, la que se encontraba originalmente en el Barrio de Santa Cruz. Lamentablemente, ésta se destruyó durante la invasión francesa del S.XIX y sus restos nunca han podido ser recuperados.

Legado en Sevilla y en el mundo

Es difícil hacer un recopilatorio de todas sus obras ya que se ha calculado que pintó alrededor de 480 obras, por lo que mencionaremos las más destacadas:

-Joven mendigo o Niño espulgándose, 1645-1650, Museo del Louvre, París.
-Niños comiendo uvas y melón, 1650, Alte Pinakothek de Múnich, Alemania.
-La visión de San Antonio de Padua, 1652, Catedral de Sevilla.
-Virgen del Rosario con el Niño, 1650-1655, , Museo del Prado, Madrid.
-El Buen Pastor, 1660, Museo del Prado, Madrid.
-El nacimiento de la Virgen, 1660, Museo del Louvre, París.
-Inmaculada Concepción, 1662, Sala Capitular, Catedral de Sevilla.
-El sueño del patricio, 1662-1665, Museo del Prado, Madrid.
-Santas Justa y Rufina, 1666, Museo de Bellas Artes, Sevilla.
-Virgen de la Servilleta, 1666, Museo de Bellas Artes, Sevilla.
-Cristo crucificado, 1667, Museo del Prado, Madrid.
-San Francisco abrazando a Cristo en la Cruz, 1668-1669, Museo de Bellas Artes, Sevilla.
-La multiplicación de los panes y los peces, 1667-1670, Hospital de la Caridad, Sevilla.
-San Juan de Dios con un enfermo, 1670-1672, Hospital de la Caridad, Sevilla.
-Santa Isabel de Hungría curando a los tiñosos, 1672, Hospital de la Caridad, Sevilla.
-Los Niños de la concha, 1670-1675, Museo del Prado, Madrid.
-La Inmaculada Concepción de los Venerables, 1678, Museo del Prado, Madrid.
-El martirio de San Andrés, 1675-1682, Museo del Prado, Madrid.

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Bartolomé Esteban Murillo

Estas disposiciones no fueron duraderas ni eficaces, pero nos habla de unos hechos a menudo desconocidos y de los que no se suele hablar, ni siquiera en los centros educativos. Pero merece la pena imaginar una Sevilla con un porcentaje llamativo de población negra, muchos de ellos llevando una carimba en el rostro, tal vez con el anagrama “ESCLAVO”, una S y un clavo (la primera que aparece en la imagen); aunque el carimbo se usó mayormente en las colonias americanas, mucho más difíciles de controlar por las autoridades. Otra curiosidad es que los hierros de carimbar se guardaban bajo llave en dependencias administrativas de la autoridad, o sea, que la carimba estaba perfectamente regulada por las leyes, y era como nuestros sellos de aduanas o de control de la CE o la matrícula en los coches, pues no se les consideraba más que mercancía. Y, además, por mandato real, los custodios y encargados de carimbar no podían cobrar por ello o cobrar, en todo caso, muy poco para evitar que se convirtiera en un negocio, como ya había ocurrido en algunos lugares.

Hasta 1679 no se suprimió la esclavitud indígena en los dos virreinatos y el carimbo aún tardaría un siglo más en ser prohibido completamente, ya en época ilustrada.

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